La limpieza del pueblo

Autor: Ariel Fernando Martínez

Recorriendo la península hubo una aldea en particular que captó mi atención. No había acólitos más devotos en toda la anchísima región que los pobladores de la aldea de Caelum. En sus casas ostentaban efigies de un héroe fundador al que atribuían logros mayores todavía a lo que se decía en mi nación, al otro lado del mar, sobre el Padre Castillo. Su héroe corregía todos los errores estúpidos de Dios, su héroe purificaba las aguas y los protegía de las maldades de los extranjeros. La arrogancia era palpable y repugnante. 

Una burbuja parecía haberse formado alrededor del condenado pueblo. Las influencias del terrible exterior jamás la penetraban y cada decisión del clero servía únicamente para segregarlos más. Los mentirosos gobernaban y con sus mentiras asentadas, su palabra siempre pasaba. Jamás hicieron nada por nadie. 

Por lo general prefiero mantenerme alejado de la política interna. Los portavoces de sus movimientos siempre encuentran las formas más inesperadas de convertir causas positivas en herramientas del poder y los debates son poco más que chimpancés tirándose mierda los unos a los otros. Sin embargo, en el aire de la desolada Caelum se respiraba una maldad enfermiza que me volteó. Aquel pueblo no podía ser justificado, ni por su dios ni por el tuyo. Las otras aldeas adoraban a sus propios señores y se reconocían, y se enfrentaban, y había pleitos. Pero terminaban siempre por conectarse entre ellas. 

Durante mis viajes conocí de primera mano la hermandad de los pueblos peninsulares. Cada mes de junio se festejaba la Feria Ecuménica y una hospedaba al encuentro de los líderes, donde estos socializaban las circunstancias de las distintas aldeas. Traían consigo a todos los poetas y sabios que en sí acogieron. Raro es, verdaderamente, encontrar belleza entre los humanos, como la que se encuentra en las montañas. En la Feria sentí encontrarla, justo así. Con todos sus dioses y sus propios valores, cada uno de ellos con sus propios caprichos e idiosincrasias, lograba sentirse la suma de ellas como una titánica y fuerte comunidad. ¿Era eso Dios? He conocido a muchos odiosos hombres que reclaman posesión de esa verdad; se equivocan por igual. De todo lo que he visto –y he visto muchas cosas– aquel espíritu comunitario fue lo más cercano a la Divinidad. 

La triste aldea de Caelum era todavía más despreciable con eso a su lado. Este era un desprecio que ellos, sin embargo, no compartían por mí. Hace muchísimo tiempo sacrifiqué mi humanidad a cambio de la inmortalidad, a cambio de ser el perpetuo observador. El perfecto, perpetuo observador. El clero del árido héroe Xavier nunca dudó de mí. Contrariamente, creo yo, lo vieron a él en mí. No soy bueno ocultando mi desprecio. Sospecho que fueron esas mismas cualidades que considerarías vos, tal vez, odiosas, las que me conectaron con su querido héroe.

Permitidme explicar. Era espeluznante cómo esa bola de inútiles reconfortaba a las familias deprimidas en la miseria. Prometían que sólo ellos, como doctos y fieles seguidores del gran Xavier, recibirían bendición de los cielos. Que para ellos y sólo para ellos se destinaban los mejores productos y las más espléndidas ornamentaciones, porque así ordenaban desde arriba. La actitud que tenían hacia los tímidos trabajadores era de simple desprecio, sin una pizca de gratitud. Parecían olvidarse del motivo por el que los seguían a menudo. 

¡Ah! ¡Sí existía, sin embargo, una consolación! La vida después de la muerte. ¿No podían los trabajadores aguantar en esta tierra como sirvientes si les significaba alegría eterna en los cielos? ¡Allá, arriba! ¡Con el que ordenó las cosas que hacemos, y con el hombre cuyo rostro veis plantado en cada esquina de la aldea! Era ese su único consuelo. No sé cuántos en la aldea entendían la ironía de semejante recompensa, la cual los mandaba con el Dictador que los condenó a arrastrarse en primer lugar. Pero no podría culparlos por no notarlo. Yo también habría aceptado, en aquella triste posición, ese pequeño consuelo. El clero del —¡oh, tan noble!— héroe Xavier me unió con él por una simple razón. Los miré a ellos con el mismo odio, con que ellos veían a los aldeanos. Para ellos, yo fui Xavier. Fui el Vicario de Dios, el Hijo de Dios y el mismo Dios. Lo que les seguía era conocer la Furia Divina. 

Debéis temer, compañeros, cuando el Observador se enfurece. Os lo digo yo. No se ha alejado —no me he alejado— por bondad. No dudé al revolver las aguas negras debajo de la aldea olvidada y hacerlas llover sobre los falsos reyes, ni dudé al ver sus cuerpos en el mismo estado que su alma. No dudé al mezclar sus entrañas con un cucharón y dejarlas sobre las efigies malditas de Xavier. No dudé al confundir los rasgos en aquellas esculturas y darles los rostros de otros dioses, otros héroes. Los aldeanos se escondieron en sus casas, se ocultaron de lo que parecía un asalto diabólico en su pacífica aldea. Yo conocí a esas pobres almas; hace mucho no pensaban por sí mismas. Pero no puedo decir que me movió la misericordia. 

Tras aquel terrible acto, limpié las tierras y enterré los cuerpos de los malditos donde habitan los dioses olvidados. Me gasté a tal punto con mi muestra de poder que los aldeanos me vieron, entonces, como lo que siempre fui. El tiempo y la lejanía me han arrebatado la vida, y ahora podían verlo. No era más que un hombre putrefacto. 


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