Ch'ulel bajo el agua (Fragmento)
Autor: El ratón de biblioteca
Mientras Andrés se metía al lago, su pie tocó una piedra lisa y por un instante creyó que era un animal. Nada. No era nada.
Pero ese breve momento de duda hizo que Humberto cruzara las piernas, al tiempo que, sin perder de vista al hombre, acercaba su mochila.
Andrés siguió caminando entre las aguas, que primero cubrió sus tobillos y después sus rodillas. En un punto mojó la teja que llevaba en la mano, y por poco resbala, lo que habría causado la molestia del chico y por nada del mundo debía hostigarle.
Si iba a morir, que fuera así. Tranquilo.
Las náuseas le sacaron una acidez que iba desde el estómago, y las manos le temblaron con vehemencia.
Ya estaba al cuello. Podía seguir halando la teja de cuarenta kilos que llevaba, o hundirse en ese momento.
Dudaba.
Su mente le llevó a cuándo iba con su primer traje blanco, siendo bautizado a los siete años, tarde, por terquedad de su padre. También cuando se casó con Reina y dejó caer el anillo, que fue a dar a los pies del cura.
Quiso reír pero la situación le sofocaba, llenándole de congoja.
Pensó también que Humberto debía estarle apuntando a la cabeza. Y lo estaba porque al voltearse una bala salió despedida.
El impacto, o el simple roce. Lo que fuere, le arranco la oreja.
Pero Andrés estaba en su mundo. No dolía.
La adrenalina le sacó todo ardor de su cuerpo, sin embargo, no iba a llevarle la contraria a Humberto.
Humberto. El niño que vio nacer. Irónico que fuera quien presenciaría su muerte.
¿Así iba a morir? Paso su vida pescando, conociendo el lago. Patético.
“No quiero morir”
Pero el agua le inundó los pulmones y la sensación la describiría como mariposas en el pecho. Dolía, y el cerebro se le enredo en pasaje idílicos y centellas que le nublaban el juicio, al punto de creer que le explotarían las sienes.
Afuera, bien echado a la orilla el chico veía al viejo ahogarse, sin la menor pizca de maldad o satisfacción. Tampoco era lástima. Asco, menos. Un vacío infinito le salpico los brillantes ojos negros, y la cara adquirió manchas blancuzcas y rosas, la sangre saturada por partes. Al final se decidió por quedarse verde.
No estaba triste, ni arrepentido. Su estado de ánimo no se reducía a ello. Extrañaría al anciano. Sus silbidos al ir al arroyo. Pero no le podía dejar vivo.
Por supuesto, tampoco quería matarlo.
Notó cómo el viejo soltaba los últimos manotazos y ya concluida su labor, se echó al hombro su cantimplora y mochila, atento a que la luna estaba a un cuarto del cielo. A lo lejos una rana croaba anunciando el invierno, y de paso, quitándole de los oídos el asqueroso ruido del chapoteo de Andrés.
Dentro de poco la bananera se llenaría de campeños, de niños saliendo del colegio, yendo a dejar merienda a sus padres y señoras cuchilleando acerca de las fuertes lluvias.
Se acordarían del viejo de Andrés Ochoa hasta las tres de la tarde, ya que nadie más que el compraba el pan de las viejas del pueblo. O al no ir a la novena de Santos Lucía. No sabía. Él, Humberto, incluso ayudaría a buscar si había caído en una hondonada, si fue soterrado por un derrumbe.
No le hallarían nunca.
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