Noche
Autor: Mercury
El viento azotaba una pobre cabaña que, ante el peso del viento, hacía chirriar sus puertas y ventanas; descuidada, abandonada, permanecía ahí clavada.
Quizá fue suerte, infortunio, el hecho de que una silente alma llegara al lugar, casi atraída por la soledad que habitaba en la cabaña.
El ser, al entrar, mientras su ropa negra se confundía con la oscuridad de la noche, hizo chirriar las ya podridas tablas del suelo, anunciando su llegada.
El viento, para recibirlo, se calló, dejando al fin cerradas las ventanas que antes azotaba; el silencio se hizo presente, acompañado de la quietud.
En medio de la oscuridad, el ser tendió la mano, alcanzando una vieja linterna de aceite; de forma hábil logró encenderla. La tenue luz acarició las manchas en el suelo y las paredes, manchas negras de un tono que no se sabría si siquiera se trataba de moho o algo más.
El lugar parecía cada vez más pesado, ante la incertidumbre de si la lámpara alumbraba menos o si el ambiente estaba más denso. Avanzó, con la diferencia de que el suelo estaba incluso callado; la madera podrida se rehusaba a rechinar.
Los pasos continuaron: primero unos diez, luego veinte, treinta, cien, ciento cuarenta y seis, doscientos, hasta que el ser contó trescientos diez pasos exactos.
Un sollozo salió, no de él, sino de su alrededor; las paredes fueron engullidas en la oscuridad, amenazando con devorar la luz de la linterna. Del fondo, de lo que sería un abismo, se escuchó un lamento, un grito de piedad.
Un grito sin duda humano y desgarrador, pidiendo clemencia, piedad.
El ser avanzó lentamente; por fin habló:
—El tratado se cerró —y, en silencio, la guadala desenfundo.
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